Juan Isidro Menéndez,
coordinador de la Comisión de Gerontología del Consejo General de Colegios de Terapia Ocupacional
La suposición de habernos hecho entender al decir que somos seres ocupacionales es, probablemente, el error más común del terapeuta ocupacional al hablar con alguien que no lo es. Amparados en que el oyente conoce el concepto “ser” y “ocupación”, nos quedamos en la superficie, cuando lo más probable es que para él, “ocupación” sea una mera abreviación de “hacer cosas”. Si es el caso, decir que somos seres ocupacionales será de tal obviedad, que lo obviará por completo. Es decir, los caballos hacen cosas, los peces hacen cosas, y los protozoos hacen cosas.
Por tanto, es necesario dejar claro a que nos referimos cuando hablamos de la ocupación, y por qué es un elemento característico de nuestra especie. La ocupación, tal y como lo sensato apunta, tiene lugar en el tiempo y el espacio.
Sin embargo, la influencia de estas dimensiones es fundamental para el desempeño ocupacional. Así pues, la desorientación temporal y espacial típicas en Alzheimer afectan al ejercicio de las actividades.
El residente quiere irse a la cama a las 14:00, si bien no está cansado, porque cree que son las 22:00. Se viste de verano porque hace sol, pero desconoce que estamos en noviembre. Pretende jugar a las cartas en la cocina. Mantiene una conversación desde el urinario, que usa a modo de butacón. Se cambia de ropa en el pasillo, al no distinguir espacio público de privado. Ǫuiere ir a trabajar, ya jubilado, un día festivo.
El conocimiento del pasado, a través de la memoria, forja nuestra identidad (acción – reacción, evento – experiencia – interpretación), pero lo fundamental es la proyección futura: previsión, planificación, prevención. Las metas a un plazo mayor que el inmediato resultan imposibles sin esta noción.
Por su parte, el espacio no se limita a contextualizar, sino que ejerce de agente facilitador o inhibidor. El caso paradigmático que lo ejemplifica es el usuario de silla de ruedas en un dúplex sin adaptar. Pero no ignoremos que todos conquistamos nuestro entorno manufacturándolo: adaptándolo. Las estanterías a nuestro alance, la calefacción en climas fríos, el ascensor desde el garaje, las gafas del miope (producto de apoyo). En ausencia de adaptación, sin cambio alguno en nuestro medio, seguiríamos en las cavernas.
Por último, la esfera social y la cultural, particulares del sapiens, dictan que no procede eructar en la mesa como gesto de agradecimiento y gusto por la comida; al menos aquí, en España. La persona debe conocer la idiosincrasias de su grupo para poder adaptarse y desenvolverse.
Voluntad ocupacional, necesidad ocupacional
“Tenemos la necesidad, de base neurológica, para la acción”, sentencia Kielhofner en su Modelo de Ocupación Humana: Teoría y Aplicación. Por su parte, Reilly, considera que “la conciencia del poder de acción invita a la acción, y que la falta de uso de ese poder conduce a la disfunción y a la infelicidad”.
Toda acción suscita una reacción. Todo estímulo suscita una respuesta (la inacción también es una respuesta). Los sentidos, la capacidad de ver, oír, oler, saborear, tocar, constituyen la llamada a la acción. Pero, nuevamente ¿acaso no es esto común a todo ser sensible? Vamos a comentarlo.
Una vez convenido que las personas necesitan la ocupación, ¿Qué determina la ocupación que realizan? Kielhofner expone los sentimientos y pensamientos volitivos, denominados así puesto que determinan las voluntad de hacer algo concreto, y entre los cuales se encuentra, junto con la causalidad personal y los intereses, los valores del individuo.
“Los valores se refieren a lo que uno encuentra importante y significativo de hacer”. Éste es el enlace entre los valores y la actividad significativa. He aquí la escisión entre el sapiens y el resto, lo que nos diferencia y nos hace seres ocupacionales, frente al resto de seres sensibles. Dado que mis ovejas no tienen valores, no tienen la capacidad de ejecutar una actividad significativa.
Si acudimos al zoo, lo más probable es que veamos a los animales aletargados en ausencia de un estímulo ante el que responder. En sentido práctico, no desperdician su energía. Un ser humano que obrase de este modo padecería un desequilibrio ocupacional. La inacción crónica a excepción de la atención de las necesidades vitales básicas la achacaríamos a un trastorno mental o de otra índole.
La actividad propositiva tiene un objetivo. Pero la actividad significativa tiene un significado. Dotar de significado a la acción nos hace ser lo que somos, nos hace ocupacionales, nos hace humanos. Así, los animales se comunican para transmitir información; los seres humanos también, pero además, podemos charlar por el mero disfrute de hacerlo: “es un arte que pone en acción las facultades más elevadas para un fin complemente efímero” (Bertrand Russel, sobre la conversación).
Así que ya sabes, no eres un ser ocupacional “porque haces cosas”; eres un ser ocupacional porque vas con tu abuela los domingos a la Iglesia, porque cuidas tus amistades invirtiendo tiempo en ellas, porque mantienes tu coche para que esté impoluto, porque eliges el surf en la playa frente al senderismo en la montaña, porque prefieres leer con tu gato en el regazo que sin él, porque ejerces la profesión que te gusta y no otra.