La mayor conquista del siglo XX ha sido el incremento de vida en los seres humanos. Algunos creen que no es un logro sino un problema. En España hemos alcanzado una esperanza de vida que supera los 82 años, con porcentajes de población mayor de 65 años de un 22% en Galicia y provincias como Lugo y Ourense donde prácticamente uno de cada tres ciudadanos tienen más de 65 años. Nadie que viviera hace poco más de 100 años lo habría podido imaginar. En 1.900 no superábamos los 34 años, avanzando lo que no se había conseguido en miles de años de historia de la humanidad.
Además, un número ya muy destacable de centenarios pueblan nuestras aldeas, barrios y ciudades con longevidades envidiables. Es por ello que Galicia es un lugar donde los estilos de vida de las generaciones más viejas se habrían de imitar… parece verdadero el eslogan de “Galicia saudabel”.
Estudiosos del envejecimiento, desde la antropología y la sociología, han tratado de explicar la bondad de esta mejora sociodemográfica, y a la mayoría nos cuesta entender. Ciertamente, en las primitivas sociedades cazadoras-recolectoras, las personas mayores cumplían obligaciones sociales estructuradas y claves en relación con la cohesión del grupo y la transmisión simbólica y cultural de conocimientos e historia propia.
Posteriormente, en las sociedades agrícolas y ganaderas las personas mayores acumulaban sabiduría y experiencia, y eran propietarios de tierras y rebaños, ocupando un status dominante tanto en la familia como en la sociedad. En Galicia todavía recientemente perduraba un modelo en el que la autoridad era mantenida por la persona mayor y así reconocida, conservando el simbolismo mágico de la sabiduría y la potestad generadora del respeto familiar.
En la actualidad, en las sociedades industriales se da el fenómeno de la “ancianidad aislada” en la que los mayores son segregados por su valor improductivo, anulando su papel activo, y desprovistos de autoridad para las decisiones. Únicamente el grupo social o la familia provee de ayuda, siempre que no ponga en peligro el nivel de bienestar de sus descendientes.
Este cambio del status y desposesión del rol de la persona mayor ha sido paulatino y firme en pocos años, generando un aislamiento social que ha precisado de nefastas estrategias de infantilización del adulto mayor y de paternalismo interesado que es transmitido de generación en generación, condenando a la vejez al ostracismo social y a una destrucción de valores que incluso permite culpabilizarles de su situación que es vista de modo prejuicioso equiparada a innumerables déficits; imagen ya engendrada en el saber popular y de la que tampoco escapan los propios mayores.
Así, las personas son vistas, ya no como acumuladoras de conocimientos, sino como injustos consumidores de recursos sociales (pensiones, sanitarios, sociales, etc.), o como personas con limitaciones sensoriales, físicas o psicológicas, que viven enfermas o solas y que ya no tienen interés ni capacidad para aportar nada a la sociedad, que se ve obligada por valores morales a darles ayuda, atención o servicios.
Estas cuestiones que son absolutamente falsas e interesadas, fomentan actitudes desposeedoras de derechos y generadoras de dependencia, que alejan a las personas mayores de su sociedad, desvinculándola de compromisos y de posibilidades de participación social, convirtiendo poco menos que en héroes o raros sujetos a aquellos que representan un valor social. Su papel es dar de comer a las palomas.
De este modo, atribuyéndoles nulas obligaciones, escasos deseos y por ello pocos derechos, salvo el de viajar que dibujó el IMSERSO (es casi lo único permitido como gasto razonable a un adulto mayor), se legitima así y se ampara el papel de “abuelización” y de casi esclavizadora carga oculta que implica el cuidado de sus descendientes nietos o de provisión de comidas domésticas cotidianas o dominicales, y se les relega socialmente a papeles domésticos o de autocuidado para evitación de enfermedades y dependencia.
Y la vejez es una etapa de la vida de muchos afortunados. Esta cuestión movió a reflexiones al entorno de los países avanzados, y desde Naciones Unidas se hizo crecer aquel ya manido paradigma del “envejecimiento activo” que algunos erróneamente identifican con la actividad física y no con el compromiso y la participación en la sociedad como aquello propugnaba; pues se observó que envejecer con salud era necesario pero no suficiente para hacer felices a las personas mayores (más de 8 millones de personas en España), que precisan de un reconocimiento continuado de sus amigos y vecinos o familiares, que les haga sentir que son importantes en la sociedad, como miembros activos de la misma.
Dicho de otro modo, nadie puede ser feliz si no existe, si no se le mira, si no se le escucha en su sociedad… y se le reconoce su valor, su espacio, su compromiso y su corresponsabilidad.
Es así que esta sociedad nuestra del siglo XXI ha de cambiar sus estructuras sociales, su modelo de vida orientado a la producción y de consumo, y ha de otorgarle un papel activo a sus ciudadanos mayores, dado que cuentan con expectativas post-jubilación superiores a 20 años, con mucho conocimiento, no poco tiempo libre, menor ambición económica (algo muy útil en estos tiempos), y muchas ocupaciones y demandas familiares ya resueltas.
Y nosotros, una sociedad como la gallega, con casi uno de cada cuatro personas de más de 65 años, no puede sobrevivir excluyendo al 23% de sus individuos. No es soportable ni para ellos ni para los jóvenes o los adultos.
Richard Butler que recibió el jugoso premio Pulitzer de periodismo por su artículo sobre el edadismo social ya explicaba este fenómeno de la discriminación social por motivo de edad. Y el efecto “Pigmalión” o de profecía autocumplida puede explicar en cierto modo por qué las personas mayores no reivindican su papel.
Entre todos hemos de ser capaces de pensar en generar cambios, buscar la manera de integrar, de favorecer, de corresponsabilizar a los mayores en tareas sociales, de forma que sean así reconocidos y estimados. No será fácil articular una sociedad que cuente y otorgue un papel activo a los mayores.
Será una sociedad diferente, pero es una sociedad necesaria, en la que a todos nos guste envejecer y sin sentirnos culpables por ello.
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