Un artículo de Ana Mª González Jiménez, psicóloga y Secretaria de la Asociación Española de Psicogerontología
La relación que existe entre la alimentación y el estado de salud (que desde el enfoque biopsicosocial es entendida como una conexión entre las dimensiones biológica, psicológica y social del individuo) ha despertado el interés de investigadores de diferentes disciplinas desde hace décadas.
Fruto de ese afán sabemos, por ejemplo, que el cerebro humano requiere entre el 20-27% de la tasa metabólica corporal total y que, debido a ello, una inadecuada alimentación puede contribuir incluso al desarrollo de síntomas depresivos. De hecho, es frecuente que los individuos con sintomatología depresiva presenten deficiencias nutricionales.
Así, existen diversos estudios que demuestran que las personas con depresión tienen un requerimiento mayor a la población general de ácido fólico, incluso se ha relacionado con la severidad de la depresión y con episodios prolongados de alteraciones en el estado del ánimo.
La deficiencia de folato (presente en las legumbres, frutas cítricas, espinacas, espárragos, etc.) puede contribuir a la fatiga y a la irritabilidad, y la deficiencia de vitamina B12 (presente en alimentos como el marisco, pescado, productos lácteos, huevos, etc.) puede contribuir a la aparición de síntomas depresivos.
Siguiendo esta línea se ha encontrado una asociación entre bajos niveles de ácidos grasos esenciales (frutos secos, aceite de oliva, pescado azul, aguacate, etc.) y ácido fólico con la depresión que sugiere que pueden resultar útiles para tratar los síntomas depresivos o para aumentar la eficacia del tratamiento.
En otros estudios se evidencia una asociación entre dietas con niveles bajos de vitamina E (frutos secos, frutas y verduras, semillas, etc.) y síntomas depresivos, relación que también se ha encontrado entre niveles bajos de selenio (lentejas, guisantes, cacahuetes, nueces, entre otros) y sintomatología depresiva y hostilidad, en comparación con sujetos que consumían altos niveles.
Pero no sólo la alimentación influye sobre nuestra estabilidad emocional, si no que todos hemos experimentado en nuestro día a día la relación bidireccional que vincula estrechamente nuestra conducta alimentaria y cómo nos sentimos. Así, la interacción entre estos aspectos se presenta compleja.
Somos conscientes de que en ocasiones nos servimos de la comida para aliviar nuestro estrés (que en los peores casos puede constituir incluso un cuadro clínico de ansiedad) aumentando la cantidad de alimento que consumimos, pero también eligiendo alimentos dulces o con alto contenido en grasa al ser éstos percibidos como más gratificantes. En otras ocasiones, sin embargo, nos hemos sentido tristes y, por tanto, hemos sentido menos apetito y hemos tendido a comer menos.
Cuando utilizamos la comida como una forma de regular emociones a las que no sabemos cómo enfrentarnos, ya que a veces pueden resultarnos extrañas y/o estresantes, podemos desarrollar conductas relacionadas con la alimentación no favorables para nuestra salud. Esta tendencia a regular las emociones a través de la alimentación es lo que se denomina alimentación emocional, recomendándose la práctica de una alimentación consciente (reconocer las señales de nuestro cuerpo y las externas) que permita una relación saludable con la comida.
El rendimiento de nuestras funciones cognitivas también se puede ver mermado por una inadecuada alimentación o favorecido con la inclusión de determinados alimentos en nuestra dieta, como apoya la extensa bibliografía de la que disponemos (aunque los resultados deben ser interpretados atendiendo a las limitaciones de los estudios).
Como todos sabemos, el consumo de aceite de oliva es ampliamente recomendado por sus beneficios para la salud en general. Se ha comprobado que su consumo intensivo puede retrasar el deterioro de la memoria visual y la fluencia verbal, incluso al margen de otros hábitos alimentarios.
Del mismo modo, se ha apostado por el consumo intensivo de pescado como factor de protección para el avance de deterioro cognitivo, encontrándose en edades avanzadas mejor funcionalidad cognitiva. Además de la relación encontrada entre la vitamina B12 y la salud emocional, existen evidencias de que su déficit puede contribuir al síndrome confusional en personas mayores y a pérdida de memoria. Por su parte, la deficiencia de folato está relacionada con el síndrome confusional y deterioro cognitivo.
Los beneficios del consumo moderado de vino son más que conocidos por su potencial efecto antioxidante y por su contribución a la liberación de acetilcolina en el hipocampo, habiéndose asociado su consumo con un mayor rendimiento cognitivo en estudios longitudinales y con menor riesgo de padecer demencia tipo Alzheimer y demencia vascular.
Estos resultados arrojan posibilidades para reducir la prevalencia de deterioro cognitivo pero las intervenciones deben ser de carácter preventivo e ir dirigidas a la población sana, preferentemente en edades tempranas, ya que cuando se cumplen los criterios clínicos de demencia (asociada a enfermedades neurodegenerativas) no es posible revertir los síntomas.
Los requerimientos nutricionales varían en las diferentes etapas vitales debido a los cambios fisiológicos, psicológicos y socioeconómicos que van aconteciendo. Así, en la vejez las personas necesitan proporcionar al organismo los mismos nutrientes, pero de tal forma que se ingiera menor cantidad de calorías.
Estas variaciones pueden suponer un problema de adaptación en los adultos mayores relacionado al mantenimiento de creencias erróneas sobre la alimentación y la imagen corporal saludable (por ejemplo, considerar la voluptuosidad del cuerpo como un signo indudable de salud o que los alimentos ricos en grasa y azúcar son más nutritivos) y a hábitos alimenticios muy instaurados a lo largo de sus vidas.
Las personas mayores tienden a considerar la dieta saludable como un régimen dietético, que implica restricciones en cantidad y tipos de alimentos, por lo que es común que la rechacen. Y también las malas prácticas en la alimentación pueden conllevar a la aparición de trastornos clínicos también en población mayor.
A diferencia de otros colectivos, los trastornos de la conducta alimentaria en la vejez no reciben actualmente, ni de la comunidad científica ni de la sociedad, el interés que merecerían por su alta mortalidad. Se tratan de enfermedades crónicas con complicaciones dramáticas para la salud cuando no se recibe el tratamiento adecuado.
En un estudio de revisión encontraron que la edad media de los pacientes se sitúa en torno a los 70 años siendo mayoritariamente mujeres. La anorexia nerviosa fue el principal trastorno que sufrían los pacientes, seguido a gran distancia por la bulimia nerviosa.
Los trastornos de la conducta alimentaria pueden considerarse de inicio temprano cuando se inicia en la adolescencia o de inicio tardío cuando es posterior a los 25 años. En población general se ha observado un inicio más temprano de estos trastornos a diferencia de los resultados que el estudio de revisión arrojó sobre población mayor.
En estos pacientes existe una alta comorbilidad con depresión mayor que se ha relacionado con mecanismos psicológicos asociados a eventos vitales estresantes como el síndrome del nido vacío, pérdidas de seres queridos, falta de aceptación de los cambios en la apariencia física debidos al envejecimiento, etc. Tal y como se recoge en la bibliografía los adultos mayores podrían utilizar la alimentación para recuperar cierto control que han perdido en esta nueva etapa de sus vidas y para atraer la atención de sus seres queridos sobre sus circunstancias.
En el caso de pacientes con deterioro cognitivo, lo que se observa es que inicialmente ingieren más alimentos (con tendencia a los alimentos dulces) y con el progreso de los síntomas se reduce de forma significativa la ingesta, en perjuicio principalmente de las proteínas, que conlleva como consecuencia a una escasa nutrición y pérdida de peso.
Los factores que subyacen a este patrón en personas con demencia son variados y complejos y aún no han sido realmente comprendidos. No obstante, se sabe que la disminución del apetito, el aumento de la actividad y las alteraciones conductuales en las rutinas relacionadas con la alimentación en estadios avanzados de la enfermedad contribuyen significativamente.
No obstante, es necesario dictaminar si el rechazo se debe a que el paciente no entiende la situación y lo que ésta le requiere, si no dispone de la funcionalidad necesaria para realizar el acto o si el rechazo a la comida es voluntario. Estas condiciones precisarán tratamientos y conllevarán implicaciones éticas diferentes.
Esta exposición pretende enfatizar la importancia de relacionarnos con la alimentación de la forma que merece por sus repercusiones sobre nuestra salud biopsicosocial. En el momento de alcanzar la vejez los hábitos que hayamos implementado a lo largo de nuestra vida se reflejarán en nuestro estado de salud por lo que ahora es el momento para realizar los cambios en nuestro estilo de vida.
Por nuestra parte, los profesionales dedicados al campo de la gerontología, cada uno en su disciplina, debemos prestar mayor atención a esta dimensión de nuestros mayores para brindarles la atención integral y de calidad que perseguimos.
Bibliografía:
Benages, I. E. (2009). Nutrientes y función cognitiva. Revista Nutrición Hospitalaria.
Hernando-Requejo, V. (2016). Nutrición y deterioro cognitivo. Revista Nutrición Hospitalaria.
Lapid, M. I., Prom, M. C., Burton, M. C., McAlpine, D. E., Sutor, B. y Rummans, A. T. (2010). Eating disorders in the elderly. Revista International Psychogeriatrics.
Marcus, E, Berry E. M (1998). Refusal to eat in the elderly. Revista Nutrition Reviews
Rodríguez, A. y Solano M. (2008). Nutrición y Salud Mental: Revisión Bibliográfica. Revista del postgrado de psiquiatría UNAH.
SENC (2016). Guías alimentarias para la población española. La nueva pirámide de la alimentación saludable. Revista Nutrición Hospitalaria.
Sobre la autora: Ana Mª González Jiménez
Ana Mª González Jiménez es psicóloga y actualmente desempaña el cargo de Secretaria de la Asociación Española de Psicogerontología (AEPG). Es Máster en Psicogerontología por la Universidad de Salamanca y Máster en Neuropsicología Clínica por la Universidad Pablo Olavide de Sevilla.
Ha desarrollado su labor en varias residencias y centros de día para personas mayores y en centros de rehabilitación de daño cerebral. Recientemente se ha unido a la Asociación para la Protección de Enfermos de Terapias Pseudocientíficas (APETP).
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