Un artículo de Lourdes Bermejo García, Montserrat Celdrán, Alejandra Chulían, Gema Pérez Rojo y Raúl Vaca Bermejo, gerontólogos y psicólogos de la SEGG

Con motivo de la celebración del Día Mundial de Toma de Conciencia del Abuso y Maltrato en la Vejez, que se celebra anualmente el 15 de junio, queríamos aprovechar y hacer una reflexión conjunta sobre la gestión, a nivel estatal, de la crisis sanitaria y social que ha supuesto la aparición del coronavirus desde la doble óptica de la identificación de elementos relacionados con el mal trato y con el buen trato a personas mayores.

La aparición de una amenaza externa, como ha sido la aparición de la pandemia generada por el coronavirus, ha tensionado especialmente los sistemas asistenciales y de protección de las personas en situación de vulnerabilidad y/o fragilidad. Nuestro objetivo no es señalar culpables, ni mucho menos, sino poder reflexionar y analizar aquellos aspectos que precisan ser modificados para garantizar una correcta atención a estas personas, a la vez que difundir las buenas prácticas que consideramos es la mejor manera de erradicar el mal trato. En conjunto, esperamos que este texto pueda contribuir al debate científico-profesional que pretende promocionar el buen trato a las personas mayores y mejorar su atención integral optimizando, de este modo, su bienestar y calidad de vida.

Durante estas semanas, es cierto que hemos visto una innumerable lista de iniciativas que podríamos considerar como ejemplos claros de buen trato de la sociedad hacia las personas mayores. Todas aquellas propuestas que buscaban “acompañar” en la soledad, que no les faltase ningún producto de primera necesidad a través de las redes de solidaridad (vecinal, organismos públicos, fundaciones, etc.) o que pudiesen contactar, a través de diferentes soluciones tecnológicas, con sus seres queridos o la adaptación de los servicios sociales a la nueva realidad.

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Existe un reto enorme en la atención a las personas que es, precisamente, preguntarles a ellas cómo quieren ser cuidadas

Pero lo cierto es que también hemos sido conscientes de que, al igual que en otras crisis, las personas mayores han sido uno de los grupos de población que más han visto vulnerados sus derechos o han sufrido más experiencias discriminatorias únicamente por razón de edad, esto es, han sufrido el edadismo.

Por ejemplo, se ha establecido una asociación entre la edad y el virus y, por un lado, se han tomado medidas más restrictivas para las personas mayores que para otros grupos de edad y, por otro lado, en algunos momentos del relato de las consecuencias de la pandemia parecía tenerse asumido que era normal que murieran las personas mayores a causa del coronavirus.

¿Qué mensaje traslada esta interpretación? Cabe preguntarse si hubiéramos actuado igual que lo hemos hecho si el virus hubiera tenido mayor incidencia en otra franja de edad, por ejemplo los menores de 10 años. Esto es una consecuencia del enfoque negativo y de pérdidas relacionado con el envejecimiento que se sigue manteniendo, a pesar de que las personas envejecen en mejores condiciones. Incluso a pesar de saber que no afecta a todas las personas mayores de la misma manera y conociendo múltiples casos de personas mayores que han superado el virus.

Hemos sido testigos de noticias sobre cómo en algunos casos, que por supuesto habrá que clarificar, podría haberse utilizado la edad cronológica como criterio único a la hora de tomar decisiones, por ejemplo, relacionadas con los tratamientos y acceso a los recursos. Es evidente que ante situaciones como las que estamos viviendo, en las que la vida de las personas corre riesgo de muerte inminente, hay que ser rápidos proporcionando una respuesta, pero eso no justifica la utilización de la edad sin valorar ningún otro criterio. Es decir, se conocen más factores además de la edad que pueden influir en la infección, el curso y desenlace de la enfermedad, pero se les ha prestado menor atención.

A pesar de que se conocen las consecuencias de la soledad, del confinamiento y del aislamiento en personas mayores, con la intención de protegerles, sin duda se han incrementado estas situaciones al reducirse drásticamente cualquier contacto físico con otras personas. Es evidente que para las personas que pertenecen a grupos de alto riesgo han de tomarse medidas de prevención, pero debían valorarse su impacto en problemas físicos (pérdida de fuerza muscular, problemas cardiovasculares, dependencia), psicológicos (miedo, perdida de control, depresión, ansiedad, vivencia de abandono) y sociales (pérdida de contacto con su red afectiva y familiar).

Además, las diferentes medidas que se han tomado para prevenir el avance de la pandemia, si bien necesarias, parecen trasladar en sus justificaciones que las personas mayores no son un grupo productivo, que son clase pasiva y que, debido a que siguen cobrando su pensión, no pasaría nada si tuvieran que permanecer más tiempo en sus casas. El mensaje que se trasmitió era claro: ciertas personas mayores tenían menos valor que otros ciudadanos, y ello es un menoscabo evidente de su dignidad, algo que consideramos inaceptable.

También, hemos visto cómo se han suspendido o reducido temporalmente, por motivos de salud pública, los recursos públicos y privados de los que eran usuarios. En muchas ocasiones no se ha reflexionado sobre los efectos que esta suspensión ha podido tener en el estado de salud y en el bienestar de las personas.

En este período, hay personas mayores que ha padecido la enfermedad en soledad o cuidando de su pareja (también contagiada o no), apareciendo sentimientos como miedo, frustración o incluso desesperación por no poder obtener una respuesta a sus necesidades; o incluso que han sufrido la pérdida de su pareja en soledad, sin poder despedirse en el momento del fallecimiento, no poder velarle o no poder tener compañía en el momento del entierro (cuando las circunstancias lo han permitido) o recoger sus cenizas.

Por otro lado, la repetición hasta la saciedad de que las personas mayores son más vulnerables, de que hay que protegerles, de que son “nuestros mayores”, etc. implica edadismo, paternalismo y sobreprotección y le quita valor a la propia persona, a sus fortalezas y recursos desarrollaos para afrontar las dificultades superadas a lo largo de su vida; y a pensar que es necesario que otros acudan en su ayuda porque están indefensos, quitándoles la capacidad de toma de decisiones.

Todo ello tiene una enorme influencia en la salud biopsicosocial de la persona. Estos mensajes aumentan la probabilidad de que algunas personas se los crean y que, a partir de ese momento, comiencen a comportarse en base a un guión escrito que responda a esas ideas estereotipadas reforzando así su visión y consideración negativa.

Parece que unas semanas de crisis realmente grave han servido para olvidar la inmensa investigación de años de trabajo que demuestra la gran heterogeneidad inherente del envejecimiento. Se ha vuelto a considerar a las personas mayores como un grupo homogéneo donde no se tienen en cuenta las particularidades de cada uno de ellos. Es decir, hemos olvidado lo aprendido con el desarrollo de los modelos de atención centrada en la persona, que tanto ha costado que se ponga en marcha y que llegue al grupo de personas mayores, y en tres meses ha sido literalmente lapidado en estas circunstancias.

¿Qué ha ocurrido en la atención prestada a las personas en las residencias?

Existe un consenso general en que una de las grandes lecciones que nos deja esta crisis social y sanitaria es la urgencia en revalorizar, visibilizar y dotar de más recursos el sector residencial que cuida y acompaña a las personas mayores en situación de fragilidad y/o dependencia, muchas con deterioros cognitivos importantes.

De nuevo, durante el relato de las consecuencias y efectos de la pandemia, los mensajes que los medios de comunicación han trasladado sobre lo ocurrido en los centros residenciales se han centrado, casi con exclusividad, en las situaciones más dramáticas y, habitualmente, de forma sensacionalista y superficial o simplista. En algún momento deberemos hacer un ejercicio de reflexión compartida sobre las consecuencias que este enfoque comunicativo ha tenido, tiene y tendrá, tanto de manera directa como de manera indirecta, en la salud y calidad de vida de las personas que necesitan este recurso asistencial.

Por otro lado, se ha evidenciado que no se actuó de forma preventiva suficientemente. Y que una vez se constató la gravedad de la pandemia, a la mayoría de centros residenciales no se les dotó, de forma prioritaria ni de información ni de los recursos necesarios para frenar su expansión ni de material de protección ni de profesionales expertos necesarios para implementar las medidas exigidas. Tampoco se entienden las medidas que, en algunos casos, parecen excesivamente restrictivas en relación al aislamiento prolongado dentro de las personas en sus habitaciones, completamente aisladas de contacto social, o la anulación de todo tipo de actividades y de oportunidades de relación humana….

La crisis de la COVID-19 no ha hecho más que sacar a luz que los grandes olvidados de toda crisis son siempre los más desfavorecidos y en este caso, las personas que viven en centros residenciales a los que no se les ha protegido suficientemente o se les ha dado una atención insuficiente. En otros centros, libres de COVID-19, sus moradores, han visto limitados sus movimientos, contactos sociales y actividades de forma tajante, uniforme. Se desconoce el nivel de sufrimiento que han pasado y el daño en su bienestar y en su salud cognitiva, física y emocional tendrá estos meses de confinamiento.

También estos días se está empezando a hablar de los nuevos modelos de cuidados y de las nuevas formas de entender dichos centros, de su necesaria protocolización y conexión y monitorización con el mundo sanitario, pero ¿se ha preguntado a las personas que los utilizan y/o a sus familiares qué tipo de centros son necesarios y qué mejoras se deberían realizar? Como sostiene José Augusto García, Presidente de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología, “nos equivocaremos profundamente si únicamente preguntamos a los técnicos, a los políticos y a las patronales sobre cómo debería ser el nuevo modelo de cuidados”. Precisamente, el actual está construido con las aportaciones de estos tres agentes. Existe un reto enorme en la atención a las personas que es, precisamente, preguntarles a ellas cómo quieren ser cuidadas.

Afortunadamente, hay muchos centros que, con su experiencia, han señalado cuál es el camino a seguir desde el convencimiento de que los centros funcionan mejor, dan un mejor servicio y tienen profesionales con mayor satisfacción laboral, si se produce un importante cambio en los valores, miradas hacia la persona con demencia, a la formación de sus profesionales y hacia cómo ha de ser el entorno, los apoyos o cuidado que precisan. Dicho marco de referencia es la conocida atención centrada en la persona. Este cambio pasa prioritariamente por entender que el centro residencial es el hogar, la casa de la persona, y que, más allá del control de las enfermedades crónicas que puede tener una persona, lo que necesita en dichos centros, son relaciones sociales y actividades significativas para la persona, que sus cuidadores conozcan quién es, sus necesidades e intenten adaptarse a ellas.

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En el COVID 19, las personas mayores han sido uno de los grupos de población que más han visto vulnerados sus derechos o han sufrido más experiencias discriminatorias únicamente por razón de edad

Mantener este enfoque y no caer en soluciones simplistas y reduccionistas que se centren en la necesaria sanitarización o conversión de los centros en pseudohospitales es un reto de gran envergadura si únicamente nos dejamos guiar por la gravedad de los números de contagiados y fallecimientos. No podemos olvidar que los centros residenciales son y deben ser lugares para vivir. Espacios para la convivencia y la participación, donde, además de las necesidades derivadas del estado de salud biológico, las personas que allí viven tienen otras necesidades más amplias y diversas (psicológicas, emocionales, sociales, espirituales, etc.).

Por ello, para garantizar el buen trato de las personas que viven en centro residencial se debería, en primer lugar, escuchar a las personas que necesitan apoyos y/o a sus familiares sobre cómo quieren vivir y ser tratados; en segundo repensar el mapa de recursos para el apoyo y cuidado de las personas mayores en situación de dependencia y/o fragilidad y dotar de más recursos tanto personales como de servicios para acompañar durante toda la evolución de la persona; y, en tercer lugar, valorar el trabajo de quienes realizan esta importante función social e impulsar la capacitación específica en geriatría y gerontología para garantizar relaciones y actuaciones profesionales integrales y de calidad.

Como hemos venido repitiendo en las últimas semanas, un elemento imprescindible del cambio de modelo de los centros residenciales, está relacionado con el reconocimiento de la dignidad de las personas, de sus derechos, y, por tanto, de todas las dimensiones de las personas, sin descuidar las psicosociales y las afectivas favoreciendo el desarrollo de oportunidades y de herramientas para su bienestar personal. Deberemos continuar reforzando aspectos como el sentido de vida, la identidad personal y comunitaria, el control de vida, la ocupación, la relación social y vínculos de confianza, en definitiva, la necesidad de poder vivir con los apoyos o cuidados que precise en un entorno humanizador y con un trato respetuoso, cálido y cercano.

Corremos el riesgo de volver a tomar decisiones paternalistas, demasiado proteccionistas, que, por el bien de la persona mayor, acaben de nuevo limitando su derecho a la información, su capacidad de decisión y perdiendo todo lo avanzado en humanización de los centros residenciales.

A modo de conclusión

No podemos perder la oportunidad de aprovechar el aumento en la concienciación social sobre la realidad y necesidades de las personas mayores que ha brotado a raíz de la COVID-19. Todos hemos podido experimentar, por ejemplo, lo dura que es la vida en soledad o sin poder salir a la calle, al igual que las personas mayores que viven en soledad o cuyas viviendas no están adaptadas y no pueden salir de ellas con facilidad. A la vez, se han roto estereotipos que sostenían que los mayores no saben utilizar las soluciones tecnológicas. Finalmente, debemos aprovechar la ocasión para aprender de las personas mayores que han demostrado, una vez más, que tienen mayor capacidad de resiliencia y adaptación a los cambios.

No podemos permitirnos perder la oportunidad de utilizar lo aprendido durante estas semanas para construir una sociedad mejor para todas las edades. Comenzábamos el texto diciendo que la del COVID-19 ha sido una crisis social y sanitaria. Pero también ha sido una crisis ética, donde muchos valores sociales se han obviado. Aprovechemos el momento para reforzarlos y generar una sociedad más justa que reconozca la valía de todos los individuos y trabaje en la mejora de su bienestar y dignidad, sin dejar a nadie atrás, mucho menos por motivos de edad.

Autores:

Lourdes Bermejo García
Vicepresidenta de Gerontología, Sociedad Española de Geriatría y Gerontología

Montserrat Celdrán
Facultad de Psicología, Universidad de Barcelona

Alejandra Chulían
Psicóloga

Gema Pérez Rojo
Facultad de Medicina, Universidad San Pablo CEU

Raúl Vaca Bermejo
Vocal del Área de Ciencias Sociales y del Comportamiento, Sociedad Española de Geriatría y Gerontología