Un artículo de Andrés Navarro,
neurospicólogo y colaborador de la Fundación Alzheimer España (FAE)
A estas alturas, y a un año de haberse iniciado una de las peores crisis sanitarias, sociales y económicas de los últimos tiempos, no cabe ya la negación de que en las personas mayores –y muy particularmente en aquellas que sufren Alzheimer u otras demencias–, así como en las que se encargan de su cuidado y atención, el impacto en la salud y el bienestar por las consecuencias derivadas del confinamiento, las restricciones y la ruptura de las dinámicas vitales habituales ha sido –y sigue siendo– una dura realidad, cuya pesada carga tiene escasas vistas a aliviarse en el futuro más cercano.
Muchas son las ocasiones en que las que las injusticias caen sobre los justos; las personas con Alzheimer y sus cuidadores y familiares, frágiles como ya de por sí son, se han llevado una de las peores partes –como si la enfermedad y la circunstancia de vivirla no fuesen ya suficiente condena–. Toda una pléyade de consecuencias inesperadas, impredecibles incluso –quizá por lo rápido de la aparición y desarrollo de la crisis– han encontrado en las personas añosas, con dificultades cognitivas y funcionales, una fácil presa que, en su inmerecido ataque, han arrastrado consigo el bienestar y la calidad de vida de quienes dedican una parte –o toda– de su existencia a cuidarles para salvarles de la hostilidad de este inhóspito mundo.
Si uno se pregunta qué ha supuesto para una persona mayor con demencia el salir abruptamente de las rutinas del día a día, ya de por sí poco comprensibles y difíciles de reconocer y seguir –unas repeticiones periódicas de los actos rutinarios de cada día que, en el mar del olvido y la pérdida de control de la propia realidad, suponen un indispensable mecanismo de flotación–, y pasar a habitar un nicho vital empequeñecido, inexplicable, impuesto forzosamente sin aparente razón, sin las caras –familiares o ya inidentificables– de la gente que puebla su espacio; si uno quiere hacerse una idea de esto, baste con imaginar un viaje a un planeta desconocido.
Baste con pensar en qué supondría amanecer en un tiempo y un espacio impropios donde, con cadenas en los pies y las puertas cerradas a cal y canto, los actores de nuestra realidad se reducen a un solo acompañante, cuya manera de hacer y de operar ha cambiado –tan sorprendido y ajado por la situación como nosotros mismos–; unas cuatro paredes donde ninguna razón parece razonable y donde todos nuestros movimientos se reducen a unos pocos pasos, posiblemente erráticos, y todos aquellos momentos del día a día que nos permitían –por un rato al menos– olvidar que estamos olvidando, quedan escondidos bajo los cojines del sofá. Un sofá más allá del cual se termina nuestro pequeño reino.
No saber por qué hemos dejado de recibir las visitas de esos chiquillos llenos de alegría que dicen ser nuestros nietos; no comprender por qué se terminó el salir a comprar el pan con nuestro hijo y a contemplar el verde del parque; no entender por qué la televisión habla siempre de lo mismo –siempre de catástrofe, siempre de muertes–; no darse cuenta de la razón de que cada día sea igual al siguiente y al anterior, de que nos pongan una asfixiante mascarilla que no nos dejan quitar, de que nuestro médico ya solo exista al otro lado del teléfono. De ver llorar a la persona con la que convivimos y que nos cuida, que nos ama y a la que amamos.
En un tiempo y un espacio así, en un planeta inexplorado, la pérdida de memoria gana razones para crecer, los músculos y articulaciones –más inmóviles que nunca– encuentran la excusa perfecta para rendirse; el malestar aumenta –sin saber por qué–, los dolores duelen más –sin saber tampoco por qué–, y todo lo que a uno le sale, orgánicamente –y porque la razón no ofrece ninguna razón–, es perder el sueño y las ganas, gritar para ser escuchado, dar golpes para notar que el entorno todavía es sólido y aún reconoce nuestro puño. Es así como se vive en pandemia y en la única compañía de una vejez que avanza, un Alzheimer que progresa, y un cuidador cada día más borroso y advenedizo, más triste y lejano.
Tornando la mirada hacia esos benditos cuidadores y cuidadoras que tan pesada losa están cargando –y es la incomprensión lo que la hace verdaderamente pesada–, veremos que las restrictivas medidas adoptadas han producido en ellos verdaderas consecuencias psicológicas; aunque pareciese lógico pensar que la ansiedad es el fenómeno que mayor mella ha hecho (¿cómo cuidar, en soledad y casi sin apoyo familiar, social e institucional, de un ser querido con demencia y mantener a la vez la calma de espíritu y la quietud de la mente?), la evidencia nos muestra que la caída del ánimo –la depresión– ha sido el rasgo psicoafectivo que más se ha hecho sufrir.
Y si hay un término de corte psicológico que se ha erigido como estrella, cuando se habla de la carga del cuidador, ese es el de resiliencia; cuánto se nos ha insistido, desde una y otra esquina, en fomentar el aguante, la tolerancia, la capacidad de superación para atravesar este trance pandémico con los menores daños y perjuicios posibles. Carecer de la suficiente resiliencia –si es que existe un baremo que la mecanice– es un factor de desprotección, ante crisis de esta magnitud y espontaneidad, para quien cuida a una persona con demencia. Si a esto se le suma la creciente dependencia funcional de la persona cuidada, obtenemos la fórmula de predicción del achaque ansioso-depresivo.
No es en vano que varias investigaciones han corroborado que, los cuidadores de personas con Alzheimer con las mayores cotas de dependencia para las actividades de la vida diaria, han sufrido a consecuencia de las restricciones gubernamentales el peor azote –comparativamente– en su capacidad de desempeñar sus rutinas diarias de cuidado, y han padecido también los mayores niveles de estrés físico y psicológico. Y es aquí donde incluso la resiliencia, como rasgo constitutivo del cuidador presente mucho antes de la pandemia, pierde su potencia como salvaguarda frente a la depresión y la ansiedad. Soledad, frustración, rabia, apatía, sensación de pérdida del propio plan de vida… ¿Qué cuidador no ha podido comprobar en su piel el significado más puro de estos términos?
Nada de esto debe extrañarnos cuando la introducción de limitaciones, como imposición estatal, han acarreado consecuencias tan negativas en relación a la posibilidad de recibir apoyo emocional y social por parte de los demás; la distancia social, las restricciones de movilidad individual y la cuasidesaparición de la actividad social se siguen necesariamente de profundos cambios psicológicos.
Enfrentarse al desconocimiento, la incertidumbre, la responsabilidad magnificada, las limitaciones físicas y de energía que como seres finitos tenemos; lidiar con un torrente de oscuros datos y predicciones, no poder tocar ni ser tocado, contemplar como tu ser querido con Alzheimer se esfuma más rápidamente que nunca y, por mucha ayuda logística y financiera que requieras, el mundo sigue girando impasible… Vivenciar todo esto requiere de una fortaleza y de una capacidad de no dejar ir al cariño que jamás nos dijeron que llegaríamos a necesitar. No es sencillo lograr que el vínculo con la persona con demencia no sufra óxido ni erosión; quedar solo y desprotegido ante la tarea de cuidar de uno mismo y de un ser querido con Alzheimer es un hachazo directo a la salud mental.
Pero si algo importa, si algo nos hace humanos, es el poder de ofrecer bienestar y ayuda al débil, al desaventajado, a todo aquel al que una enfermedad tan despreciable como la demencia le está robando de sí mismo; ese aquel es nuestro padre, nuestra madre, nuestro marido o nuestra mujer. Y su vida importa tanto como la nuestra propia, y por eso como cuidadores no hemos bajado la guardia ni nos hemos sentado al borde del precipicio, fatigados, y sin fuerzas para continuar en la batalla diaria.
Y es que aquellas personas mayores con Alzheimer que han contado –y cuentan– con la fortuna de tener a ese ángel cuidador velando por ellos han sufrido menor embiste que aquellas que, pese a su patología, todavía vivían solas o no disponían de una figura afectiva cercana que les cuidase. Según estimaciones, el empeoramiento en la memoria, en la habilidad de concentración, en las capacidades de realización de actividades de la vida diaria, y en el grado de agitación, problemas conductuales y alteraciones emocionales han sido más pronunciados cuanto más lábil ha sido el entramado sociofamiliar alrededor de la persona afectada. Tan solo una de cada cinco personas con demencia, según sus propias declaraciones o las de sus seres queridos, puede afirmar haber salido indemnes, neurológicamente hablando, de esta crisis que todavía no cesa.
Si en la población general el aislamiento social impuesto ha conducido a un importante incremento en síntomas psiquiátricos como depresión, ansiedad y estrés, en la población mayor con demencia las medidas de control de la pandemia –y como diversos estudios científicos han demostrado–, y muy particularmente dicho aislamiento social, el resultado ha sido unas alteraciones conductuales y neuropsiquiátricas inéditas hasta ese momento. La soledad y el aislamiento –especialmente punzantes en ámbitos residenciales– hacen mala conjunción con la confusión y el aburrimiento. Y la relación entre el tiempo de encierro y los problemas psicológicos y cognitivos parece indiscutible; cuanto más largo el aislamiento, más agudo el empeoramiento de la enfermedad y la pérdida de salud y bienestar.
Quienes antes entran –y más tarde salen– de los prolongados periodos de aislamiento que se imponen para evitar la infección por coronavirus son, precisamente, las personas de edad avanzada a las que, padecimientos como la demencia, convierte en significativamente vulnerables. Y este grupo poblacional no solo presenta mayor riesgo de desarrollo de SARS-CoV-2, por sus otras patologías subyacentes y por sus dificultades de adhesión a las normas higiénicas y de prevención, sino que además, si la infección hace finalmente presa de ellos, reciben un oscuro pronóstico empañado por el empeoramiento de la conducta y de los síntomas físicos y psíquicos.
Hay que vivirlo para creerlo. Y hay que creerlo para que todas las personas y todos los organismos del país estén alerta y preparados, manos a la obra, para garantizar la protección de quienes más desprotegidos están. La desgarradora soledad de la persona mayor con demencia es evitable; la interrupción del apoyo socioeconómico, sanitario y sociosanitario de las unidades familiares con personas con demencia es franqueable; la degradación física y cognitiva que el encierro y la pérdida de recursos terapéuticos conlleva es abordable; el daño emocional de las personas involucradas es predecible y tratables. Pero para ello hay que querer; querer es poder, y el poder está en manos de quien toma decisiones por nosotros.
En la cartera del político y en la maleta del gestor debe haber soluciones elaboradas y creativas, visión abierta a modelos de fuera que han funcionado, disposición a conceder al bienestar mental de los mayores y sus cuidadores la relevancia que por derecho merecen; debe existir una hoja de ruta para cambiar la actitud hacia las personas con demencia, para esculpir un nuevo paradigma donde se atienda más pronto que tarde, y donde la prevención y la equidad llenen todos los renglones del documento.
Que la vejez y el Alzheimer, que ya conocen de enfermedad y deterioro, no conozcan de pandemias.