Un artículo de Guillermo Huerta Fernández,
Enfermera del Colegio de Enfermería de Asturias (CODEPA)
Una lectura optimista acerca de la enfermedad mental quizá sea plausible si se enfoca a partir de esta tesis: el estado de ánimo de la angustia, al igual que el dolor, opera positivamente como una señal de alarma y sugiere un déficit en la voluntad de expresión del individuo. Nuestro propósito, en este momento, consiste en incorporar una perspectiva hermenéutica a los estudios tradicionales sobre la salud y en incentivar un diálogo que enriquezca nuestra comprensión y nos ayude a afrontar circunstancias difíciles.
Si aprovecháramos la tesitura actual, el hecho de que epidemiológicamente la psicopatología haya experimentado un gran auge nos permitiría hacer descripciones verosímiles y adoptar medidas a priori. El problema, que en primer lugar afecta al sujeto, al enfermo, al mismo tiempo involucra una especie de conciencia común como «su acreedor». Ésta, aquí, por tanto, en principio no actúa como una instancia crítica de carácter moral, ni como un ídolo místico u omnisciente, sino como una red articulada de información e influencias respecto a la que el individuo se posiciona, con la que se identifica en cierta medida, y gracias a la cual obtiene recursos imprescindibles a la hora de interactuar con su medio ambiente, diseñar proyectos concretos e implementarlos en la praxis apoyándose en unas expectativas estéticas determinadas.
En resumen: desde nuestro punto de vista, una conciencia de enfermedad inteligible, bien dosificada, es un aliciente y hasta una condición sine qua non para que una persona que sufre angustia confiera un sentido positivo a su existencia en calidad de ser humano. Por lo demás, nuestras reflexiones están inspiradas en la investigación empírica en primera persona y en algunas hipótesis que proporciona la literatura.
El aparato teórico del psicoanálisis, por ejemplo, pone de relieve una inteligencia alternativa de la enfermedad mental: ésta conlleva sobre todo, en el fondo, un proceso terapéutico. Es decir, en vez de una aberración maligna per se, y arbitraria, se trata más bien de un mecanismo compensatorio por medio del que el individuo intenta adaptar un conflicto semiconsciente entre sus prioridades a la actividad de la vida cotidiana.
El factor común a la psicosis y los trastornos neuróticos, en este contexto, estriba en un reconocimiento defectuoso de las ambiciones básicas que gobiernan nuestra conducta; lo cual se traduce a menudo en un modus vivendi desagradable, irritante, incómodo, perturbador… En una palabra: egodistónico.
A grandes rasgos, cuando el sujeto intenta desprenderse de los pensamientos insidiosos que cuestionan su «buena conciencia», o hasta su «verdad», e intenta restituir un equilibrio utilizando técnicas rituales que le aporten un sentimiento relativo de control, le adjudicamos el perfil del neurótico. Por otra parte, cuando la acción cognitiva no se limita a censurar las regiones asequibles de la realidad, sino que la sustituye directamente por un producto imaginario raro o insólito, se producen los «síntomas positivos».
De acuerdo con esta escuela de la psicología, la maduración de cualquier espécimen de homo sapiens implica fases psiconeuróticas por defecto, en condiciones estándar. La enfermedad, así, se manifiesta como una entidad nociva cuando éstas se prolongan indefinidamente y la gestión de las prioridades fracasa. Dicho de otro modo: el enfermo se constituye como el objeto de un trabajo adaptativo ineficaz; sus frustraciones le privan de una noción digna y saludable del éxito.
La saliencia aberrante, como pródromos de la psicosis, indica una regulación anormal del metabolismo dopaminérgico. Los epifenómenos intelectuales asociados a una neurotransimisión incrementada de esta sustancia producen delirios y alucinaciones. La supuesta pérdida de contacto con la realidad que caracteriza este estado de salud se basa en una confusión inconsciente entre los estímulos externos e internos.
La paranoia o el delirio de perjuicio que acompañan a menudo los cuadros psicóticos posiblemente estén relacionados con una administración inadecuada de nuestros instintos hostiles, con la pasivo-agresividad prescrita por los regímenes de conducta políticamente correctos, con el tráfico inmenso de datos vinculado al uso masivo de las nuevas tecnologías, etc.
El hecho de que ciertas personas se consideren más sensibles a algunos signos de nuestras intenciones y late motives subrepticios puede interpretarse como una distorsión patológica del pensamiento, o bien, incluso, como un tipo de sabiduría que disuelve las apariencias convencionales del bienestar y amenaza nuestro pudor y nuestra delicadeza exquisita de ególatras.
Por otro lado, en la medida que la dopamina se asocia a la motivación, el deseo y el diseño de algoritmos de actividad que dependen de conceptos como «recompensa» y «castigo», es obvio que sus funciones están conectadas a la disciplina ética. A partir de aquí, podríamos hacer algunas inferencias esclarecedoras: nuestras teorías modernas del conocimiento están atravesadas por connotaciones morales y metafísicas; un increscendo de la voluntad ocasiona habitualmente explicaciones complejas y autoengaños fantásticos compatibles con ciertas creencias y actitudes temerarias; la desilusión ligada al fracaso a la hora de solucionar problemas implícitos en las relaciones humanas propicia apatía, aislamiento, alienación, angustia…
Si trasladásemos la célebre doctrina del nihilismo al lenguaje sanitario obtendríamos una especie de diagnóstico sui generis en forma de síndrome cuyos síntomas incluyen: la resignación definitiva, la tristeza súbita, la absorción en las masas, la desesperanza inmensa, el declive de la fuerza de voluntad, la degeneración del amor propio, la agonía frente a una realidad que carece de sentido u objetivos fundamentales, la idea autolítica; o, en cambio: una avidez exacerbada de placer, una veneración compulsiva de las pasiones, una sed inusitada de estímulos, una hiperactividad de los nervios, un estilo histriónico, una sinestesia ambigua, una ilusión óptica y volátil del ego, una salience secundaria a un idealismo subterráneo…
Al agrupar estas impresiones subjetivas en dos clústeres, es fácil establecer una analogía provisional entre el carácter depresivo y maníaco y dos subtipos de actitud nihilista respectivamente. El optimismo que reivindicamos aquí, sin embargo, aunque a efectos teóricos no desacredite este esquema, dada su utilidad en el campo fértil de la antropología, sobre todo invoca una materialización artística de la conciencia común basada en las funciones heurísticas e introspectivas que se activan (y alcanzan un clímax) cuando el individuo experimenta angustia.
Cuando un presentimiento más o menos exagerado de muerte inminente le invade, de este modo, el sujeto se confina en un espacio íntimo y poco hospitalario a la vez al que llama «su interior». La «economía de las sustancias» que regula de forma invisible su experiencia y su comportamiento sufre una crisis. A continuación se instaura un ataque de pánico: opresión cardíaca extrema y palpitaciones, sensación de asfixia, náuseas y temblores descontrolados, sueños cuyos demonios se acercan demasiado a la frontera que delimita el mundo onírico…
Durante esa «noche oscura» nuestro instinto primigenio de supervivencia se convierte en un obstáculo, una cárcel minúscula, una amenaza (máxima) contra la vida… En consecuencia, se introducen sutilmente en el pensamiento las «necesidades espirituales» de luz diurna, de esperanza, de paz interior, de grandeza, de sentido del destino…
Por último, un contraste de estas dimensiones surte efecto: amplía los umbrales de la percepción personal, transforma la «mala suerte» en una prueba legítima de aptitud, denuncia el extrañamiento de ciertos recursos que supuestamente nos pertenecen por derecho propio, suministra una mirada crítica sobre los prejuicios, los estigmas y las costumbres que constriñen la existencia y cambia el valor que atribuimos por inercia a la ilusión de libertad. Es más: promueve una multitud de síntesis ad hoc al respecto, y, por encima de todo, un cambio de la propia idea de libertad.
Si bien es cierto que ese trance hacia el ensimismamiento despierta terrores inconmensurables, su interrupción farmacológica, como cualquier anestesia prematura en general, por el contrario, probablemente anula una vía formidable de autoexpresión e impide que asciendan las imágenes sublimes de la naturaleza desde el pozo de nuestros orígenes, desde las entrañas de su anatomía, desde los estratos más profundos del ecosistema que constituimos y al cual somos idénticos en última instancia.
Ahora bien, una vez planteado el pathos, aún sería necesario que el ensimismamiento del megalómano experimentara una metamorfosis que diese lugar a otra clase de actitud existencial afirmativa, caracterizada por su capacidad de engendrar propuestas concretas, razonables y susceptibles de aplicarse en la praxis.
En conclusión: la angustia bien gestionada potencia el autoconocimiento; un modelo terapéutico contemporáneo que abarque el espectro de nuestra comunidad sin excluir sus regiones marginales es factible y tiene mucho que ver con las iniciativas del doctor Francesc Tosquelles; la caída de determinadas estructuras institucionales se interpretaría como un momentum del «rito de paso»; ciertas cuotas de romanticismo son aceptables cuando la acción sanitaria se apoya en la lex artis como tal; esto es: cuando existe por parte de los practicantes una predisposición fuerte hacia los albores de una edad áurea, más prometedora…