Un artículo del Dr. Eloy Ortiz Cachero, Director de Residencia Sierra del Cuera
La Organización Mundial de la Salud (OMS) proclama en el año 2002 que el envejecimiento activo se ha de sustentar en tres pilares fundamentales, a saber: salud, participación y seguridad. Efectivamente, la sociedad ha de poner todos los medios a su alcance para que la persona que envejece pueda disfrutar de salud el mayor tiempo posible, con seguridad y participando activamente en la comunidad en la que vive.
No se trata únicamente de dar años a la vida, sino vida a los años. Dar vida a los años implica ayudar a las personas a mantenerse con la mayor autonomía e independencia posible.
Este paradigma nos recuerda que un envejecimiento activo sólo es posible cuando el ser humano puede seguir desarrollando su proyecto de vida desde la autonomía decisoria y la participación activa. Pues sí, cumplir años de manera activa es poder participar y decidir en todo lo que es propio al individuo y afecta a su vida.
Se me ocurre que podríamos ejemplificar de forma gráfica el envejecer activamente como un triángulo equilátero, en el que en uno de los lados se representa la salud, en el segundo, la participación y en el tercero, la seguridad. El área del triángulo, estaría ocupada por la autonomía decisoria.

Entendemos el envejecimiento como una etapa vital caracterizada por la unicidad, la singularidad y la diversidad. De ello se deduce, que los seres humanos tenemos diferentes necesidades, diferentes niveles de competencia y diferentes proyectos de vida. Sin embargo, nuestros modelos de atención suelen estar centrados en los déficits de las personas, con organizaciones que priman la atención uniforme.
Me parece evidente, que no debemos universalizar ni homogeneizar los cuidados, sino desarrollar modelos de atención que tengan en consideración la singularidad de cada persona y presten los apoyos necesarios para que ésta pueda conservar su identidad única y diferenciada.
Como escribe Víctor Frankl “el sentido de la vida cambia de un hombre a otro, de un día a otro, de una hora a otra. Así pues, lo importante no es el sentido de la vida en términos generales, sino el significado de la vida en cada momento”.
Sabemos que existen diferentes dimensiones del término “autonomía”. Hablamos de autonomía decisoria: la persona es el agente causal de su vida; en segundo lugar, autonomía informativa: la persona es quien dispone y controla su información; y en tercer lugar, la autonomía funcional, en la que si quiero detenerme.
Se define como la capacidad de actuar, realizando o absteniéndose de realizar por sí mismo las decisiones adoptadas. Es un término sinónimo de independencia funcional.
En este sentido, es importante diferenciar autonomía de independencia. Es decir, las situaciones de dependencia o vulnerabilidad no deben hacernos considerar que por ello la persona es incapaz de decidir sobre su vida. La autonomía ha de ser contemplada desde dos perspectivas: la del ciudadano que la concibe como un derecho y la de la sociedad que ha de garantizar ese derecho.
Cuando nos planteamos el envejecimiento activo, no nos podemos conformar con no hacer daño (principio de no maleficencia) y con evitar discriminaciones (principio de justicia), sino que el punto de partida ha de ser el de reconocer a la persona como capaz y autónoma para gestionar su vida y cuando esto no sea posible, esté representada desde su modo de ser propio. Ello exige que los/as diferentes agentes intervinientes se capaciten en actitudes y disposiciones éticas que posibiliten relaciones de simetría y un cambio de hábitos, pero sobre todo, decisión y voluntad de hacerlo.
Amparándonos en nuestras mejores intenciones, la sobreprotección y el paternalismo suelen guiar nuestras actuaciones, impidiendo, en no pocas ocasiones, que la persona gobierne su vida, lo que indiscutiblemente no ayuda a envejecer activamente. No cabe duda, que el respeto al principio de autonomía nos aleja del modelo paternalista, que consiste en decidir por y sobre el otro sin el otro, o sin tomar en consideración al otro (lo hago por su bien, es lo mejor para usted…).
Por todo ello, la pretensión ha de ser arrinconar la indiferenciación para dar paso a un talante cambiante que sea capaz de alterar el orden establecido en función de los deseos, preferencias y expectativas de cada ser humano. El objetivo se ha de dirigir a articular los mecanismos que sean necesarios para poder ofrecer a la persona la oportunidad de elegir su forma de vida.
En definitiva, se han de adoptar todas las estrategias necesarias para evitar que la persona pierda el control sobre su existencia. Sólo así, las personas podemos envejecer con bienestar y calidad de vida.
Apostar por este modelo va a implicar en ocasiones cambiar las maneras de intervenir. Por ello, necesitamos, en primer lugar, capacidad para ser escépticos sobre nuestras formas de hacer; en segundo lugar, ser críticos sobre nuestro marco de convivencia, y por último, humildad para reconocer que podemos mejorar. Tomar decisiones, actuar libremente, aunque implique riesgo es un derecho. La actitud de “no asumir riesgos” conlleva también riesgos.
Como escribió Carl Rogers “la creencia en la autodeterminación y en el poder personal del cliente supone un distanciamiento radical con respecto a otros estilos de terapia que dependen de la autoridad del terapeuta y de su calidad de experto. Parte de un valor profundo y una filosofía que considera a las personas como las mejores expertas del mundo en sí mismas y más sabias en lo que se refiere a sus propias necesidades de lo que pueden ser otras”.