Un artículo de Joaquín Mateu Mollá, director del Máster Universitario en Gerontología y Atención Centrada en la Persona de la Universidad Internacional de Valencia (VIU)

Sin duda, la enfermedad de Alzheimer es una de las patologías neurodegenerativas sobre la que más se investiga en la actualidad, dada su notable prevalencia y el gran reto que supone ante el envejecimiento de la población.

No obstante, poco se sabe todavía sobre el deterioro cognitivo leve, una condición que con frecuencia supone la antesala al Alzheimer y cuya detección es absolutamente esencial para articular intervenciones tempranas que mejoren la evolución de sus síntomas.

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El deterioro cognitivo leve, conocido también como trastorno neurocognitivo menor por algunos profesionales, describe una situación que afecta a aproximadamente el 12%-18% de las personas con 60 años o más y que se expresa como una pérdida de funciones (como la memoria o la atención) superior a la que sería previsible.

Una característica que lo diferencia respecto a demencias como el Alzheimer es que las personas que lo padecen continúan siendo autónomas en las actividades de la vida diaria, aun cuando son capaces de identificar un cambio respecto a la forma en que procesaban previamente la información.

Algo muy importante es que los síntomas del deterioro cognitivo leve se asocian con frecuencia a la aparición de depresión o problemas de ansiedad, pues se viven como una pérdida de aquella autonomía que alguna vez se tuvo.

Aunque la mayoría de personas que padecen deterioro cognitivo leve no acaban por sufrir demencias, lo cierto es que también sabemos que alrededor del 15% pueden experimentar esta transición. De hecho, algunos especialistas en el área entienden que se trata en realidad de un continuo de gravedad y se esfuerzan por detectar los factores de riesgo que facilitan el paso de uno a otro estado.

Por ejemplo, la historia familiar de demencias y las edades avanzadas pueden aumentar la probabilidad de que suceda, así como la comorbilidad con alteraciones cardiovasculares. Además de esto, en los últimos años está ganando terreno el papel de la depresión como un posible factor mediador (la cual a su vez es uno de los problemas emocionales más comunes en las personas mayores).

Los síntomas depresivos en las personas mayores pueden expresarse de una forma diferente a como lo hacen entre las más jóvenes. Por ejemplo, es más habitual que el enlentecimiento psicomotor que los acompaña se vivencie como el compromiso de funciones cognitivas importantes, o también que surjan sensaciones íntimas de soledad y pensamientos sobre la propia inutilidad.

Tenerlo en cuenta es importante para detectar con rapidez lo que está sucediendo y para poner solución, rehuyendo prejuicios edadistas (e injustos) que vinculan estas experiencias tan difíciles con la edad y que solo retrasan la recepción de un tratamiento adecuado. Si no se detecta oportunamente la sintomatología depresiva y la soledad en las personas mayores, las consecuencias a nivel cognitivo pueden ser realmente dramáticas.

Y es que existen muchas evidencias sugerentes de que la probabilidad de que este deterioro cognitivo leve evolucione hacia una demencia tipo Alzheimer aumenta en los casos en que la persona mayor, además, padece síntomas depresivos y percibe una soledad indeseada.

Todo ello contribuye a un ciclo complejo frente al cual será necesario actuar con celeridad, dado que la asociación entre el deterioro cognitivo y los problemas del estado de ánimo es también bidireccional (pueden reforzarse mutuamente a través de mecanismos que todavía no son bien conocidos).

Promover el contacto intergeneracional, reforzar el apoyo social (sobre todo de tipo emocional) y brindar experiencias que estimulen la reserva cognitiva es esencial en una sociedad que debe velar por garantizar los derechos y la dignidad de la persona mayor, que atraviesa por un periodo vital lleno de oportunidades para el desarrollo individual y colectivo.